DESIGUALES EN LA VIDA, DESIGUALES EN LA MUERTE

Desiguales en la vida, desiguales  en la muerte

No sé por qué, pero a pesar de mi edad, siguen sorprendiéndome y enrabietándome cuestiones que, si para algunos no son más que la harina que forma parte del propio costal de la vida y contra las que nada puede hacerse, para los que seguimos creyendo en la equidad, la dignidad y la justicia universal, se convierten en un abrasador fuego que hace hervir la sangre en nuestras venas. 

Me refiero al eterno asunto de cómo, a pesar de los más de dos mil años que contemplan a la humanidad, tomados desde el nacimiento de Cristo, algunas cosas parecen inmutables; como la vida, claro… como la propia e inevitable muerte, que es la única certeza de la que dispone el ser humano.

Franco… pero no solo él

En estos días en los que se discute sobre el mejor procedimiento para la exhumación-inhumación de los restos del fascista y criminal dictador Francisco Franco, a quien su familia pretende dar segunda sepultura casi con honores de Jefe de Estado nada menos que en la madrileña catedral de la Almudena, me ha dado por espigar en mis viejos libros de derecho canónico y entre alguna de la documentación vaticana que conservo en mis archivos personales y me he encontrado con datos francamente reveladores… y bajo mi punto de vista, escandalosos. 

A pesar de que es tradición, desde la Edad Media, dar última morada a los restos de poderosos, reyes, emperadores o prohombres de la época que fuera en Catedrales e Iglesias, como si de esta forma pudiera prolongarse la regalada existencia de la que disfrutaron en la tierra allá en la otra vida, si es que la hubiera, el artículo 1242 del Código de Derecho Canónico de 1983 establece con claridad que ‘No deben enterrarse cadáveres en las iglesias, a no ser que se trate del Romano Pontífice, o de sepultar en su propia iglesia a los Cardenales o a los obispos diocesanos, incluso eméritos’. Un texto legal que sigue contraviniéndose año tras año, siglo tras siglo. Solo en Madrid, la ciudad en la que resido desde hace más de veinte años, existen numerosos templos católicos que albergan los restos de miembros de las más ilustres familias, como el fallecido presidente del Corte Inglés, el asturiano Isidoro Álvarez, nobles como los Marqueses de Urquijo, asesinados en una extraña trama en la que la prensa de la época quiso implicar a su familia y que conmovió a la España de los ochenta o de la propia familia del rey, como don Alfonso de Borbón Dampierre, su hermano Gonzalo y el hijo mayor del primero, Francisco, fallecido trágicamente en accidente de automóvil siendo aún niño. Estas últimas tres tumbas se encuentran en el convento de las Descalzas Reales, de Madrid.

En estos días, como decía, la familia del dictador que aterrorizó España durante 39 años, amenaza con acudir a Estrasburgo sino se atiende su petición de que llevar los huesos, o lo que de ellos quede, de Franco a la Catedral de La Almudena. Al final, no me cabe duda de que el Gobierno de Sánchez pondrá las cosas en su sitio.

¿Y los cientos de casos de los que solo he citado unos mínimos ejemplos? No me vale el subterfugio de que los restos reposan en criptas fuera -aunque en realidad dentro- del recinto sagrado. 

Ricos en vida y tras la muerte… miserables en la vida y en la muerte

Sigo instalado en el relato de la vida real, pero me mudo de los caserones acomodados a los más humildes barrios. Y me viene a la cabeza un caso que hace algo más de un año sacudió y conmovió a las gentes de bien de este país. A todos cuantos conservan un ápice de humanidad; me refiero al drama de aquella familia de Fuenlabrada que se vio obligada a mantener el cadáver de su hijo veinte horas en el sofá de su casa porque no tenía dinero para sufragar el coste de los servicios funerarios. Unos operarios que, tal como llegaron al domicilio familiar, se fueron con las manos en los bolsillos. El pequeño había muerto tras pasar las últimas horas de su corta vida en su casa, en vez de en el hospital, por deseo de sus progenitores. Fue el jefe del padre quien adelantó de su bolsillo… ¡los mil seiscientos euros que faltaban! para que finalmente el cadáver del pobre ángel pudiera ser trasladado y recibiera sepultura. 

Leí pocos días después que el ayuntamiento del municipio madrileño, junto con el hospital y la propia funeraria, se hicieron cargo de la factura final. El consistorio se disculpó y adujo que no había tenido información previa para haber dado solución rápida a aquel escandaloso y triste suceso. De cualquier forma… ¡qué caro se hace vivir… y hasta morirse… a los pobres!

La historia me recordó a otra similar de hace algunos años más. La de la madre de un adolescente diagnosticado de una enfermedad incurable. Una dolencia que le mantuvo los últimos meses de su vida postrado en una cama de hospital y lejos de las aulas de un conocido centro religioso madrileño en el que estudiaba y que en este caso se comportó con una ejemplaridad sobresaliente. 

El centro facilitó que aquella pobre mujer pudiera recurrir a la solidaridad de las familias de los alumnos, compañeros de su hijo y que, con una donación masiva, de pocos euros por cabeza, ayudaron a costear el entierro del pequeño y también un billete de avión para su hermanita, que vivía fuera de España, y que no quería dejar de despedirse de su hermano. Hermoso final para una historia cruel, como cruel e injusta es la vida misma.

¡La Intrahistoria estúpidos!… la Intrahistoria

Me viene a la cabeza en este punto aquel concepto de ‘Intrahistoria’ del gran Unamuno. Comparaba don Miguel la Historia ‘oficial’, la de los periódicos, con la ‘real’, la de millones de personas anónimas, con todo lo que les ocurría y que no salía en la prensa. Tan es así que una vieja máxima periodística dice que los pobres, solo salen en la prensa cuando les ocurre algo malo. Así parece, desde luego.

Lo único que sigo teniendo claro, en estos convulsos días de dictadores a los que pretende homenajearse después de muertos es que, a pesar del Concilio Vaticano II y de sus directrices, que al menos para los católicos -como lo son estos ricos de oropel y largos apellidos- deberían ser de obligado cumplimiento, ni somos iguales ante la vida, ni lo somos tras la muerte. Es cierto, ‘ma non troppo’, ese viejo dicho de mi tierra: ‘La vida es como una partida de ajedrez en la que, cuando el juego termina, todas las fichas, desde el peón hasta el rey, van a la misma caja’… ¿a la misma? A mí no me lo parece.

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