EL ANIVERSARIO DE LOS SUEÑOS ROTOS.
Rotos los sueños de los independentistas de vivir en su deseada República, rotos los sueños del resto de catalanes de volver a una convivencia simple y llanamente normal.
Un año después del fantasmal e ilegal referéndum del 1 de octubre de 2017 en Cataluña, no puede decirse que nada haya cambiado. Más al contrario, todo ha empeorado. La desafección entre una parte de los ciudadanos de aquella comunidad y el resto de los españoles es la historia de un fracaso colectivo que, algún día, merecerá un extenso capítulo en los libros de historia.
Que el independentismo catalán se basa en una suerte de falacias y manipulaciones históricas que han ido calando a lo largo de las últimas décadas, era algo que ya sabíamos. Sucesivas generaciones de catalanes se han visto expuestas a una versión falseada y manipulada de la historia que ha germinado gracias al entreguismo del sistema educativo a los nacionalistas por parte de los sucesivos gobiernos centrales que, desde 1982, se han ido sucediendo en España. Pero ya no merece la pena llorar por la leche derramada y más nos hubiera valido al conjunto de los españoles que en La Moncloa hubiera habido un plan de acción urgente para contrarrestar algo que se veía claramente que se iba de las manos desde 2012.
Pero ni Mariano Rajoy, ni antes que él, José Luís Rodríguez Zapatero, ni siquiera hoy Pedro Sánchez, a tenor de lo visto, parecen ser -haber sido- conscientes de que estamos ante un problema de una magnitud colosal que amenaza con envenenar la vida de cientos de miles de españoles durante las próximas décadas.
¿Cuál fue el principio del fin?
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Hay quien sitúa claramente el punto de inflexión del envenenamiento definitivo en aquel malhadado recurso ante el Tribunal Constitucional interpuesto en 2010 por el Partido Popular contra parte del Estatuto de Cataluña. Otros, prefieren retrotraerse a aquellas palabras de Zapatero en plena campaña electoral catalana de noviembre de 2003 cuando, en el Palau Sant Jordi, y ante un -todavía en plena forma- Pasqual Maragall, pronunció su famosa sentencia: ‘Aceptaré cualquier Estatuto que venga del Parlamento de Cataluña’. Da igual ya casi todo. Lo cierto es que, desde la Diada de 2012, la situación política y la convivencia en Cataluña no ha hecho más que pudrirse. Y que la pasividad de los últimos Gobiernos de España, con Mariano Rajoy a la cabeza, ha sido de una irresponsabilidad tal que, algún día, alguien deberá dar explicaciones por ello.
Creyó Mariano Rajoy, con su mentalidad de Registrador de la Propiedad que, en esto, como en tantas otras cosas, estábamos ante un mero problema administrativo. Y facultó a su lugarteniente, Soraya Sáenz de Santamaría, para que lo fuera resolviendo como si de tal cosa se tratara. La vicepresidenta no pudo hacer mucho más que achicar agua ante las sucesivas vías de agua que se abrían en la nave. Y la nave, acabó por hundirse. Tarde, demasiado tarde, recurrió el anterior Ejecutivo a la aplicación del famoso artículo 155; y solo lo hizo cuando el órdago al Estado estaba planteado, en forma de una consulta ilegal, de corte netamente fascista y sin garantía alguna, ni censo, ni reconocimiento por nadie que no fueran sus propios impulsores.
Para entonces, estaba consumado ya un depurado proceso de ‘apartheid’ de esa parte de la sociedad catalana que no es independentista -ni siquiera nacionalista- a la que ya se había señalado, tanto en sus centros de trabajo como en sus barrios -incluso a sus propios hijos en los colegios por parte de algunos docentes- como extranjera. Y como enemiga.
El 1- O se produjo y las urnas se sacaron a la calle, a pesar de la pueril negación del Ejecutivo central que, a más a más, en un alarde de torpeza sobre torpeza, envió a la Policía Nacional y a la Guardia Civil con el bochornoso encargo de hacer el ‘trabajo sucio’ que las autoridades no habían sido capaces de realizar, en algunos casos con cargas desproporcionadas sobre aquellos ciudadanos que transitaron por aquellos ‘colegios electorales’.
Cargas policiales e imágenes en tecnicolor que retumbaron en las pantallas de todo el mundo y en los periódicos más leídos, como una onda expansiva del victimismo independentista que, a diferencia del Gobierno, sí que supo hacer propaganda y vender la imagen de un estado español poco democrático y sin separación de poderes.
Cataluña, un año después, aniversario de sueños rotos.
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Un año después, ¿qué queda? Pues quedan los rescoldos de un problema que, lejos de resolverse, va a más. Con un expresident, Carles Puigdemont, huido de la justicia española y que, semana sí, semana también, se burla de España. Con un títere, Quim Torra, que ejerce como ‘president delegado’, y que ha pasado de firmar artículos supremacistas y xenófobos contra los españoles que no son independentistas a jalear a los llamados CDR, mezcla heterogénea de independentistas radicales, auténticas brigadas de terrorismo callejero, antisistema y anticapitalistas que, lejos de ser activistas políticos, funcionan en muchos casos como las imprescindibles fuerzas de choque, necesarias para la, definida por Pablo Casado, ‘batasunización’ de Cataluña, auténtico objetivo de la CUP, sostén del actual Govern. En los CD-R también hay independentistas de bien que sueñan con la República lo antes posible pero, desafortunadamente están fagocitados por los extremistas.
Una inadmisible desobediencia civil
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Las imágenes del 1 de octubre de 2018, con esos filoterroristas callejeros ocupando edificios oficiales de la Generalitat, atacando por la tarde el Parlament y sustituyendo la bandera española por la ilegal ‘estelada’ son inadmisibles. Como inadmisibles fueron las imágenes de la víspera en las que pudimos ver con bochorno a estos violentos amenazar y agredir… ¡a los propios agentes de la policía autonómica! A esos Mossos que nada hicieron por impedir aquella ilegal consulta, sino que, más al contrario, coadyudaron a su celebración, como hemos podido saber por las grabaciones que han sido publicadas meses después por distintos medios de comunicación. Unos Mossos que, increíblemente, tuvieron en la noche del lunes que refugiarse en el interior del Parlament ante el acoso de los radicales, aunque poco después tomaron, como no podía ser de otra manera, el control de la situación. El martes 2 de octubre, el parlament reabría, tras tres meses, con una increíble iniciativa, por cierto, de cuestionamiento por parte de los independentistas de las decisiones del juez Llarena. Tres meses sin parlament, inequívoca señal de caos y desgobierno.
Es inadmisible, en fin, que el máximo representante ordinario del Estado en Cataluña, el señor Torra, jalee a los CDR; es inadmisible que se presente en La Moncloa con un lazo amarillo ante el presidente del Gobierno, como si en España hubiera presos políticos; es inadmisible que haya brigadas callejeras que siembren el terror en algunas zonas de Cataluña exigiendo la apertura de las cárceles y amenazando con ‘acciones sorpresa’, cabe suponer que no pacíficas.
Desde el extranjero estas imágenes resultan raras, difíciles de aceptar. Es inadmisible en fin que se quemen por las calles fotos del Rey de España, de los líderes del PP o de Ciudadanos y que el Ejecutivo central parezca mirar para otro lado, como si nada grave ocurriera. La solución no es reeditar el 155, por el momento, pero desde luego algo hay que hacer para reestablecer el orden y garantizar la seguridad y la normal convivencia en lo que, que nadie lo olvide, sigue siendo parte del Estado español. A Torra no se le puede responder con un simple, aunque mediático, mensaje en Twitter. La política necesita altura y firmeza, diálogo y valentía, coherencia y visión. Más que nunca es importante que el gobierno de España esté presente en Cataluña y sepa construir un futuro para todos. Un debate en el Congreso y conversaciones a la sombra son imprescindibles y urgentes. Pedro Sánchez ya ha avisado de que, si el único camino de los independentistas es la confrontación, habrá elecciones… ¡que, en este momento, a los independentistas además de al ejecutivo, parecen no interesar!
Lo que está meridianamente claro es, por un lado, que el independentismo tiene que dejar de mentir a los ciudadanos que sueñan con la ‘República catalana’. Aquí y ahora. Esto es una utopía y una falacia.
Por otro lado, tanto los independentistas como los constitucionalistas, deben dejar de regodearse en sus debilidades y ver lo que se ha hecho y se hace en otros países. Con rigor y seriedad, con pragmatismo y sentido común y sin instrumentalizar el dolor y los sueños de los ciudadanos.