EL COACHING DEL PELUCHE ROSA
EL COMIENZO DEL CAMINO
Quién me iba a decir hace unos años que tendría la paciencia, las ganas y el atrevimiento de escribir un libro.
El día en que, de repente, se me asomó esta idea, acababa de llegar de Tokio y, encerrado en mi taller de pintura, intentaba recuperar algunas de las emociones vividas en Japón para plasmarlas como de costumbre en los lienzos locos que, desde hace más de diez años, acompañan mi vida. Diez años en los que mi pasión por el arte ha encendido más que nunca mi ilusión por comunicar y dar rienda suelta a mis emociones.
Ese día, todavía cansado por el jet lag que apagaba mi inspiración, estuve mucho tiempo mezclando colores y escuchando música sin tener claro en la cabeza qué quería pintar realmente, qué quería hacer y, especialmente, qué quería comunicar. La verdad es que no tenía ganas de hacer nada más que acordarme de lo bien lo que habíamos pasado.
Sin embargo, apagado y sentado en mi sofá rojo, frente a mi nevera roja,de repente, me vinieron a la cabeza flash backs de las anécdotas más bonitas, más interesantes que había vivido desde que, hace ya diez años, además de pintar y seleccionar directivos, me dedico al coaching. En ese momento empezó a surgir en mi cabeza la idea de que tenía que contar algo, que tenía que hacer algo con las historias vividas y con las emociones cosechadas en años de «duelos» amistosos y frágiles con los clientes. Historias que desde el principio de mi carrera recojo en un diario de vidas cruzadas que guardo en mi despacho y al cual no puede acceder nadie. Cuentos a los cuales impongo el anonimato o nombres ficticios para que sean solo mías. Mi diario es mi pequeño tesoro de experiencias emocionales.
Había llegado el momento. Necesitaba volver a vivir y contar mis historias, mis vivencias. Sentía que podía ser interesante compartir mis experiencias con los demás, incluso con los que nunca han oído hablar del coaching ni saben qué es.
Para contar mis historias profesionales más interesantes la pintura no me pareció en absoluto el vehículo más adecuado. Pintando he encontrado mi cauce de comunicación más inmediato, ha sido mi canal emocional hacia los demás, la manera más sencilla e inmediata que he hallado para desnudarme y entregarme al público sin hipocresías ni barreras. Sin embargo, si quería ser realmente útil contando algunas de mis experiencias profesionales más interesantes, necesitaba algo más estructurado, igualmente inmediato, pero que me permitiera detallar mejor cómo a través del coaching había cruzado mi vida con la de los demás para sacarnos mucho más partido a nosotros mismos y ser, en definitiva, algo más felices y efectivos en nuestras vidas diarias.
Qué locura el día que decidí dedicarme a eso. Estaba ya muy aburrido y cansado de hacer siempre lo mismo, de seguir buscando ejecutivos. Llevaba diez años dedicado a ello, diez años de éxitos en los que había dado la oportunidad a muchos profesionales de seguir creciendo en su carrera. Sin embargo todo esto ya no me satisfacía, quería hacer algo más, aprovechar mis propias experiencias para aportar algo más a mis clientes y a todos los profesionales que necesitaban sugerencias, asesoramiento sobre cómo mejorar en sus carreras y en sus vidas. Pero la pregunta era si mi propia experiencia resultaba suficiente, si, con ella, me podía sentir preparado para una misión tan compleja y cargada de tanta responsabilidad. ¿Qué tenía yo de diferente a los demás como para poder arrogarme el derecho de ejercer una profesión tan complicada? ¿Quién era yo para pensar que tenía la capacidad de desarrollar las áreas de mejora de profesionales ya consagrados y de organizaciones con problemas? Necesitaba algo que me ayudara a superar esa inseguridad, que me convenciera de que tenía algo realmente diferente que aportar a los demás. Ese algo me lo proporcionó mi amigo Ernesto.
Pequeño, frágil, melancólico, pesimista, Ernesto me quería mucho,me buscaba constantemente,tanto como yo al sexo. Durante muchísimo tiempo estuvo a mi lado, no solo para mis sesiones de Pilates –razón por la cual nos pusimos en contacto–, sino, especialmente, porque me necesitaba cerca para superar una mala racha y la melancolía que lo encarcelaba. Ernesto, que precisaba cada día contagiarse de mi optimismo, me llamaba Mary Poppins. Quién no ha visto alguna vez esta película: los dos hijos de una rica familia británica, maleducados y descarados, les hacen la vida imposible a todas las niñeras contratadas por los padres; de repente, aparece Mary Poppins, una institutriz diferente a la que acabaran obedeciendo y amando gracias a sus interminables extravagancias.
Mary Poppins nos enseña la parte positiva de la vida, cómo encontrar en el trabajo más simple la diversión más absoluta. Hasta fregar un plato o limpiar las ventanas puede ser divertido si lo hacemos con esa actitud que nos permite ver más allá de la propia tarea. «La felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días», apuntó en su momento Benjamin Franklin.
Mary Poppins nos enseña que podemos encontrar la magia en todas las tareas de la vida. Ella consigue que ordenar una habitación sea algo sorprendente y divertido. Gracias a ella nos damos cuenta de que nuestro poder radica en la actitud con la que hacemos frente a la rutina.
Esta película no es solo un alegato de la posibilidad (o la necesidad) de pasarlo bien incluso en los momentos más sencillos y con los actos cotidianos más rutinarios; va mucho más allá: habla de la capacidad que tenemos de recuperar el niño interior que se ilusiona por las cosas, en apariencia, banales. No es necesario poner un toque mágico a la vida: la vida en sí misma es magia. En esta película, la extravagante niñera nos enseña que la niñez es el patio en el que vamos a jugar el resto de nuestras vidas. A los niños se les ponen límites, a los niños hay que darles reglas; pero los niños necesitan sentirse niños, divertirse, pensar que todo es posible. Yo descubrí ese niño que se representa en Mary Poppins hace pocos años; ese niño es para mí el Peluche Rosa que, desde entonces, llevo siempre conmigo: en todas mis reuniones, en todos mis viajes, en todos los momentos, incluso en los más tristes. Ese Peluche Rosa es lo que me lleva a poder encontrar algo positivo en todo y lo que me permitió ayudar a Ernesto y acompañarlo hacía una serenidad desconocida. Ese Peluche Rosa iba a ser mi herramienta principal para ser coach.
El Peluche Rosa está presente en todas las páginas de este libro, en el que he intentado plasmar mucho de lo que he aprendido en estos diez años de mi vida profesional vinculados a la psicología del cambio y al desarrollo personal y profesional. En este tiempo he tenido la oportunidad de enfrentarme a más de 300 proyectos de coaching muy diferentes entre sí. Proyectos de desarrollo ejecutivo, proyectos de coaching grupal; otras veces, una combinación de ambos. He leído decenas de libros, asistido a multitud de cursos y conferencias… Y especialmente he vivido la vida profesional de mis clientes de forma muy personal, aunque, eso sí, con la objetividad necesaria para poder ofrecer diferentes puntos de vista a sus inquietudes e inseguridades.
Con este libro no he querido elaborar ningún manual con el objetivo de ser tomado como una referencia. Tampoco he querido hacer un ejercicio de autoayuda para todos los que desean conseguir mejores resultados en su vida o desarrollar su trabajo con más satisfacción y felicidad. No he querido arrojar teorías de ningún tipo o presentar explicaciones demasiado técnicas. Quienes estén buscando sesudas metodologías o nociones de todo tipo sobre coaching y desarrollo, mejor cierren el libro; y si ya lo han comprado y abierto, que disfruten con las sensaciones y experiencias que he querido compartir en estas páginas.
Lo más importante que siempre he reivindicado en mi trabajo es el hecho de estar totalmente enfocado a los resultados; mi trabajo es evaluado sobre la base de resultados concretos y tangibles en personas y en organizaciones, en empresas y empresarios, en políticos y directivos con los que he tenido la oportunidad de trabajar.
Mi objetivo cuando trabajo no es que la gente se lo pase bien. Es evidente que, si esto ocurre, ¡fenomenal!, mucho mejor. Mi voluntad es que quien trabaja conmigo consiga resultados claramente medibles, que esta experiencia sirva para incidir positivamente en su vida y en su trabajo, proporcionándole unas herramientas eficaces y una mayor conciencia de sus medios y oportunidades. Mi obsesión es que siempre haya un retorno en la inversión que el cliente realiza contratando mis servicios.
Nunca me han gustado demasiado los formadores y los coaches que explican perfectamente en su trabajo cosas y experiencias que nunca han vivido, coaches que -basta con mirarles a la cara– tienen muchos más problemas que los profesionales a los que forman, coaches casi siempre vacíos de energía y vitalidad, y muchas veces de sentido común. El mundo está lleno de este tipo de profesionales que dicen a los demás lo que tienen que hacer, que se ponen en una posición de superioridad en relación a los que les escuchan cuando ni tienen la experiencia necesaria para enseñar nada a nadie ni son capaces de escucharse a sí mismos.
Odio que se me considere un formador o un terapeuta, e incluso la misma palabra coach me ha parecido siempre algo pretenciosa y demasiado generalista. No me gustan nada las etiquetas y no quiero esconderme detrás de una de ellas. De todas maneras, si tengo que elegir un nombre para mi trabajo, sin ninguna duda prefiero ser considerado un entrenador. Un entrenador tiene un papel muy preciso: poner su experiencia al servicio de un equipo o de un individuo a los que prepara para llevarlos a obtener los mejores resultados posibles: si lo logra, se reafirma en su papel y, si no, fuera. No importa que sea simpático, divertido, guapo, profesional. Lo que realmente importa, por encima de todo, son los resultados, los efectos que produce en la gente y en las empresas. El buen entrenador no actúa desde lo alto de un pedestal, está al servicio del equipo, es una herramienta para los que quieran mejorar y conseguir mejores resultados. Su personalidad debe estar totalmente en segundo plano. La sombra de su ego tiene que ser lo más pequeña posible. Me gusta la idea de sentirme «usado» para que alguien mejore, para que acelere su aprendizaje, su «performance»; para que una empresa supere problemas o momentos complicados. Por esta razón solo acepto aquellos proyectos –y en los sectores donde me siento más seguro– en los que, por las experiencias ya vividas, soy realmente capaz de aportar algo a los que entreno. Por muchos cursos o certificaciones que tengas, carece de sentido ponerse a trabajar con profesionales a los que no puedes ayudar y en sectores que desconoces por completo.
En realidad, todos, en algún momento de nuestras vidas, necesitamos un entrenador que nos ayude. Por el momento he entrenado pocos atletas y deportistas. Lo que he sido hasta la fecha es el personal coach de atletas empeñados en el deporte que se llama vida, en la disciplina que es el mundo de la empresa, donde todos podemos ganar y ser campeones.
En este libro he querido contar algunas de las historias más interesantes que he vivido. En algunos de estos entrenamientos he podido llevar al triunfo a profesionales o empresas; otros han resultado menos exitosos en el terreno profesional, sin embargo, han proporcionado felicidad a los individuos con los que he trabajado. También he querido contar algún fracaso para ilustrar el hecho de que, por muy bien que podamos trabajar con nuestros clientes, las personas no siempre quieren en verdad ser entrenadas y otras veces no llegamos a su corazón, a compartir sus metas.
Lo más importante que he querido transmitir en estas páginas es la importancia que ha tenido siempre el mundo de las emociones y de la sensibilidad en el trayecto recorrido con las personas con las que he trabajado. Hay un solo elemento común a todas las historias: la recuperación constante de la intuición y de la creatividad del niño que todos hemos sido y que, con el paso de los años, tendemos a arrinconar en un cajón sin luz. La recuperación de esta intuición, de este lenguaje perdido, es la meta final de todo mi trabajo.
En estos diez años me he cruzado con decenas de vidas comunes, más o menos exitosas, que han desfilado por mi despacho y que han terminado por mezclarse con mi propia vida, llegando incluso a influir en ella. Años en los que he llorado, he reído, he disfrutado, he gritado y, a veces, he sufrido con mis clientes. Historias de éxito y otras, de desesperación, de alegrías y, en ocasiones, de fracasos.
Uno de los peores errores que se pueden cometer en nuestra profesión es sucumbir a la falsa idea de que es posible ayudar a los demás a cambiar completamente. Pensar que se puede cambiar radicalmente a una persona me ha parecido siempre una insensatez. Lo primero que digo a los que quieren trabajar conmigo es que yo no modifico el ADN de nadie. No quiero ni puedo ayudar a nadie a hacer algo así.
Pero, además, el mismo hecho de presentarse ante una persona con el objetivo de ayudarla equivale a reconocer que esa persona no es capaz de ayudarse a sí misma y que, en cambio, nosotros sí sabremos cómo hacerlo; es como si, de entrada, estuviéramos remarcando las limitaciones de las personas con las cuales vamos a trabajar.
Pues bien, esto no debe ser así. Si queremos conseguir estimular y fomentar la capacidad de un individuo para alcanzar sus metas, NO, gracias, no tenemos que ayudarle. Se trata de algo distinto: el término que mejor define nuestro trabajo es, para mí, acompañar.
Hacer coaching no se diferencia mucho de otras profesiones que buscan acompañar a otros a encontrar su camino para asegurarse de que alcanzarán sus logros, es decir, que salvarán la distancia que hay, momentáneamente, entre su realidad actual y lo que esa persona imagina (visualiza o anhela) para su vida e intuye que merece.
Sin embargo, esta disciplina muestra una diferencia muy importante respecto a las demás. Mi objetivo final es que, una vez culminado el proyecto -una vez concluidas las sesiones de coaching–, mi cliente no vuelva a llamarme. Un buen coach tiene que evitar crear una dependencia por parte de su cliente. Su misión es acompañar al individuo a encontrar su camino, tiene que ayudarle a trazar su camino y enseñarle a evitar, a superar los obstáculos que se encuentre en él. El resultado óptimo se ha logrado cuando el individuo ya no te necesita, cuando una organización, por medio de nuestra ayuda, ha superado sus problemas.
Ya he visto demasiado veces coaches tan protagonistas y con un ego tan enorme, que han diluido por completo el efecto de su trabajo, anulando los objetivos del proyecto. Lo que han conseguido, por el contrario, es que el cliente se sienta todavía más inseguro, más angustiado frente a la supuesta y teórica seguridad de su entrenador. Como he dicho antes, nosotros no podemos trabajar desde lo alto de un pedestal y, cuanto menos visibles seamos, más efectiva será nuestra actividad, somos un instrumento, un herramienta al servicio de quien nos necesita.
Hacía muchos años que me había planteado escribir un libro sobre mi trabajo. Os preguntaréis qué es lo que me había frenado en este intento. Pues la verdad es que muchas cosas. Para empezar, la falta de tiempo. Hasta ahora la faceta más creativa de mi cerebro y de mi alma la he dedicado por completo a las artes plásticas y a la pintura.
Por otro lado, ya he leído decenas de libros sobre coaching y, en general, sobre recursos humanos y, la verdad sea dicha, hasta la fecha muy pocos de ellos han captado mi atención, algunos me han gustado y la mayoría me han aburrido soberanamente.
Casi todos pretenden dar consejos, asesorar, dar clases supuestamente magistrales de autoayuda y de autoconocimiento. Otros intentan adoctrinar sobre las bondades e infinitas posibilidades de nuestra profesión. Muchos otros reflejan simplemente el alarmante -y un tanto esquizofrénico- ejercicio de autobombo de un autor deseoso de ser alguien en este mundo de los gurús de recursos humanos.
Incluso en el momento tan dramático que estamos viviendo, donde la crisis económica ha comido la ilusión y la energía a todo el mundo, parece que entre los gurús hay una especie de competición por ofrecer recetas y abrir vías para recuperar la ilusión de vivir y luchar, recetas que, personalmente, me parecen demagógicas y poco reales.
Es evidente que, frente al desastre emocional colectivo hacia el que nos ha catapultado esta crisis, no podemos hacer otra cosa que ayudar a que todo el mundo recupere algo de optimismo y comience a buscar soluciones por sí mismo.
En este sentido creo que lo mejor que podemos hacer quienes hemos podido eludir con mejor suerte esta especie de cementerio que nos rodea es acompañar a otros de forma humilde, antes que mesiánica, para que recuperen las esperanzas perdidas. Pero tenemos que hacerlo de forma silenciosa y con respeto, sin gritar, sin usar los medios de comunicación como si fuéramos divos-charlatanes de un reality.
Yo, sinceramente, jamás me he sentido ningún gurú, una palabra que me causa espanto. Nunca me he sentido en condiciones de enseñar nada a nadie y mucho menos de promulgar doctrinas. Nunca he creído estar en posesión de ningún invento especial. De hecho, siempre he pensado que lo mejor que hago en la vida es escuchar y ser como una esponja que absorbe lo bueno y lo malo que me rodea, en lo personal y en lo profesional. En mi proverbial ignorancia y búsqueda de los demás he encontrado la manera de atesorar las mejores experiencias de la gente que he conocido y, a partir de eso, trasladar ciertas experiencias de trabajo a los que desean mejorar en su actividad o sencillamente buscan ejemplos de cómo mejorar en la difícil tarea de liderar equipos, negocios, empresas, personas… ¡tu propia vida!
Las historias que cuento en este libro son historias de directivos, de políticos y de equipos. Historias en las que he intentado reflejar -espero que de forma coherente y clara- cómo el liderazgo se puede entrenar en todas sus facetas y estilos. Cómo los diferentes estilos tienen su propia cabida según las situaciones y la personalidad de cada uno.
Y, lo más importante, he intentado dejar clara la importancia que tiene para cada persona el hacer uso constante de la carga emocional que tiene. Un directivo sin inteligencia emocional no es nadie; nadie lo es sin hacer uso de sus emociones y de su sensibilidad.
Nota: Todos los casos y las personas que aparecen en este libro son reales,aunque adecuadas a las necesidades del guión, pero los nombres propios, los lugares, las empresas son ficticios: todos los detalles han sido cambiados para respetar la privacidad de las personas que protagonizan cada una de las historias y la mía. Como comentado al principio de mi introducción son historias de vidas cruzadas que serán siempre solo mías y de aquellos profesionales que me han otorgado el privilegio de compartir sus experiencias conmigo